"Quimeras" el límite que ya cruzamos

"Quimeras" el límite que ya cruzamos

En los albores de la historia, la civilización egipcia representó a sus dioses con cuerpos híbridos: humanos con cabezas de halcón, chacal o toro. Horus dominaba los cielos con su mirada de ave; Anubis guiaba a los muertos con su rostro de chacal. No eran simples metáforas: eran manifestaciones de una dualidad profunda, donde lo humano y lo animal se fundían para expresar poder, sabiduría o misterio.
Pero esta iconografía no era exclusiva del Nilo. Los acadios y babilonios compartían esta peculiaridad. En Sumeria, textos cuneiformes conservados hasta la actualidad en museos, describen a los dioses que descendían del cielo con alas “Los Anunnaki”. Según las tablillas sumerias más antiguas, no eran meras figuras mitológicas: eran “los que del cielo a la tierra descendieron”. Y según las crónicas más oscuras —interpretadas por autores sumamente controversiales como Zecharia Sitchin— estos seres no solo gobernaron, sino que modificaron el ADN humano para crear una especie híbrida, diseñada para trabajar, obedecer y servir.
Una vez creados los humanos, estos comenzaron a desarrollar conciencia, lenguaje y deseo de autonomía. Al ser hechos “a semejanza de los Anunnaki”, no tardaron en cuestionar su rol servil. Algunas versiones afirman que muchos escaparon y comenzaron a establecerse como comunidades libres, lejos del control de sus creadores.
En 1924, el líder soviético Iósif Stalin pergeñó el “proyecto de hibridación humano-simio”, ordenando al biólogo Ilya Ivanov crear híbridos entre humanos y simios. 
El objetivo era explícito: formar un ejército de soldados invencibles, resistentes al frío, obedientes, sin conciencia moral. En una época donde los protocolos de investigación no existían, Ivanov —pionero en inseminación artificial— intentó fecundar chimpancés con esperma humano. Fracasó. Luego propuso inseminar mujeres con esperma de simio, lo que generó rechazo incluso dentro del régimen soviético. El proyecto fue abortado, pero el intento quedó registrado como uno de los más oscuros de la biotecnología militar. ¿Casualidad? ¿O eco moderno de los relatos sumerios? ¿Acaso Stalin, en su afán de poder absoluto, intentó replicar lo que las civilizaciones antiguas ya habían insinuado: la creación de seres híbridos para trabajos?
En marzo de 2019, Japón modificó su legislación sobre bioingeniería, revocando la prohibición que impedía el desarrollo de embriones híbridos humano-animal más allá de los 14 días de gestación. Este cambio, impulsado por el Ministerio de Educación, Cultura, Deportes, Ciencia y Tecnología (MEXT), permitió por primera vez en la historia que dichos embriones fueran implantados en animales sustitutos y llevados a término. El científico Hiromitsu Nakauchi, que dirige equipos en la Universidad de Tokio y en Stanford, recibió luz verde para iniciar experimentos con “quimeras humano-animales”. Su objetivo declarado: cultivar órganos humanos funcionales en animales como ratones, ratas y cerdos, mediante la inyección de células madre humanas en embriones animales modificados genéticamente.
Pero el verdadero punto de quiebre no está en el páncreas, hígado o piel que podrían usarse para salvar vidas. Está en el cerebro.
 Las nuevas pautas establecen que, si más del 30% de las células del cerebro del animal son humanas, el experimento debe ser suspendido. 
¿Por qué ese límite? Porque más allá de él se cree que el animal podría desarrollar rasgos cognitivos humanos: conciencia, lenguaje, autonomía. Lo que antes era mito —un ser híbrido con inteligencia humana— ahora es una posibilidad regulada por protocolo. Este cambio legal no solo habilita la investigación médica. Abre la puerta a escenarios que antes solo habitaban en la ciencia ficción. Y lo que Stalin intentó por fuerza bruta, Japón lo está logrando por vía legislativa.
En octubre de 2022, el laboratorio de Sergiu Pasca en la Universidad de Stanford logró un avance significativo: trasplantar organoides cerebrales humanos —también llamados “minicerebros”— en el cerebro de ratas recién nacidas. Estos roedores eran atímicos, es decir, sin sistema inmunológico funcional. Esta característica permitió que las células humanas no fueran rechazadas. 
Lo más extraordinario de este experimento es que las neuronas humanas eran perfectamente funcionales en el cerebro de los ratones. Respondían a estímulos, se integraban en circuitos somatosensoriales y mostraban actividad coherente con el entorno. ¿Qué impide que esa integración escale? ¿Qué ocurre si uno de estos animales, modificados genéticamente, desarrolla no solo un órgano humano, sino también una red neuronal capaz de procesar lenguaje, emociones o decisiones?
No sería humano. Tampoco sería animal. No encajaría en ninguna categoría legal, espiritual ni ética existente. ¿Qué derechos tendría? ¿Podría reproducirse? ¿Sería propiedad del laboratorio que lo creó? ¿Podría ser utilizado como fuerza laboral, como soldado, como sujeto de prueba? Este ser —un híbrido con conciencia— sería el primer miembro de una especie diseñada, no nacida. Un mutante funcional, creado por ingeniería genética, sin historia, sin cultura, sin religión. ¿Cómo se lo nombraría? ¿Cómo se lo educaría? ¿Cómo se lo protegería?
El Antiguo Testamento, en Eclesiastés 1:9, reza:
“¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; pues nada hay nuevo debajo del sol.”
En plena era de la informática, donde los gobiernos de las potencias luchan por el control de los cerebros de silicio, y la esencia misma de la humanidad está bajo amenaza por el avance implacable de la inteligencia artificial, quizás no estemos percibiendo un marco de referencia antiguo. La nueva especie no pedirá permiso. Solo despertará……

Autor: Juan Pablo Quintanal
X: @ecosdetlon
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