Cuando el papa Francisco aterrizó en Canadá esta semana, bajó con mucho esfuerzo de un auto en la pista de aterrizaje, caminó con dificultad a una silla de ruedas que lo aguardaba y se quedó congelado mientras cámaras fotografiaban de cerca el espectáculo de un asistente que ajustó los reposapiés del pontífice.
En un escenario improvisado fuera de un cementerio indígena en la provincia de Alberta, el mundo observó mientras él reunía sus fuerzas y tomaba el brazo del asistente, quien lo levantó para sacarlo de la silla de ruedas.
En Lac Sainte-Anne, un lago remoto conocido por sus poderes curativos milagrosos, cientos de fieles que esperaban a Francisco en un altar adornado con las muletas y los bastones de los curados, expresaron angustia al unísono cuando la silla de ruedas del papa golpeó un obstáculo en el camino y se inclinó hacia el frente de manera peligrosa.
La transmisión de video del Vaticano cortó a otro ángulo con rapidez, pero ver a Francisco en su creciente fragilidad y cada vez mayor edad fue un punto crucial de su visita.
Aunque la misión principal del pontífice en Canadá fue la que él llamó una “peregrinación penitencial” para disculparse ante las personas indígenas por los terribles abusos que soportaron en las escuelas residenciales operadas por la Iglesia, también fue una peregrinación de senectud en la que el pontífice, de 85 años, utilizó su propia vulnerabilidad para exigir dignidad para las personas de edad avanzada en un mundo cada vez más poblado por ellas.
Son necesarias para construir “un futuro en el que no se descarte a los mayores porque funcionalmente no son necesarios”, mencionó Francisco durante una misa en el Estadio de la Mancomunidad en Edmonton, Alberta, uno de los pocos eventos en el itinerario del viaje papal que fue mucho más ligero de lo habitual. Agregó: “Un futuro que no sea indiferente hacia quienes, ya adelante con la edad, necesitan más tiempo, escucha y atención”.
Francisco, más pesado, más lento debido a una operación intestinal importante a la que se sometió el año pasado y la rotura que sufre en los ligamentos de su rodilla y la ciática, no es el primer papa que hace de la dignidad de los mayores una preocupación central de la parte más avanzada de su papado.
El otrora vigoroso Juan Pablo II pasó sus últimos años encorvado, debido a los terribles efectos del párkinson. Para algunos, su padecimiento reafirmó su espiritualidad e hizo eco del sufrimiento de Cristo en la cruz.
Para otros, fue un declive desconcertante y generó cuestionamientos sobre la gobernanza de la Iglesia católica romana. Su sucesor, Benedicto XVI, citó su energía en decadencia como la razón para renunciar, una ruptura histórica de la práctica papal que ha arrojado una sombra sobre Francisco y su declive físico.
Renunciar “nunca cruzó por mi mente”, declaró Francisco en una entrevista reciente con la agencia Reuters, antes de agregar su comentario habitual de que sus cálculos podrían cambiar si un mal estado de salud le hiciera imposible liderar la Iglesia.
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