De guerrillero tupamaro a presidente. De estar preso y aislado durante 12 interminables años en una celda solitaria a abogar por la reconciliación de su país. José “Pepe” Mujica, fallecido hoy a los 89 años en Montevideo, inscribió su nombre a fuego en las noches más oscuras y los días más claros de Uruguay.
Más allá de cualquier debate ideológico sobre su pensamiento, su gestión de gobierno y su pasado en armas, Mujica fue, es y será uno de los mayores símbolos de la política uruguaya y una de las principales figuras de la izquierda latinoamericana de las últimas décadas.
Nadie se atrevería a cuestionar hoy su honestidad y, sobre todo, la esencia que guio todos sus actos, ese estilo campechano y sobrio que lo hizo ser consecuente con sus ideas y rechazar cualquier cambio en su vida austera en una chacra sencilla y alejada de las luces del centro, aun siendo el presidente de la República. Y siempre acompañado por su compañera de lucha y de vida, Lucía Topolansky.
Fue uno de los pocos presidentes latinoamericanos que salió de la presidencia más pobre de lo que entró.

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